miércoles, 15 de marzo de 2017

RETRATO



Pintó su retrato en las horas de la tarde.

Su perfecto retrato, sus ojos, su cuello y una lágrima en sus mejillas, perfecta, redonda, libre.

Sopló y con aire llenó su frente,
besó sus labios y les untó el rojo carmesí de los suyos.

Besó sus ojos y los dejó abiertos, presentes, contemplantes.

Abrió la ventana y arrojó el retrato,
lo vio cobrar vuelo en la mitad de la caída y luego chocar contra el suelo,
se hundió en la tierra y la miró desde el verdor de su patio.

Cerró la ventana y se quedó inmóvil viéndolo.

Perfecto, tan bello.

Corrió hacia el patio y se sentó a su lado.

Lo besó de nuevo y le contó una historia, luego otra y otra
hasta pasar la tarde junto a él.

Anocheció recostada en su marco,
sintió las gotas de la aurora en sus pies,
vio gaviotas atravesando el sol del medio día.

Escurrió sus ropas a la luz del atardecer.

Vio nacer las estrellas, luego el sol y la luna,
llena, menguante, nueva, creciente y otra vez llena.

Escupió el retrato y mordió el marco.

Pateó el retrato y lo abrazó.

Se durmió tantas noches junto a él y lo vio siempre igual,
perfecto e igual, siempre igual.

Un día cuando el musgo rodeaba sus zapatos,
se cansó de él y volvió a su casa, detrás de la ventana.

Lo miró día y noche, al sol, al agua, al viento, a la luna.

Seguía igual, siempre perfecto e igual.

Se llenó de ira y arrojó un fósforo sobre él.

Pero seguía igual, perfecto e igual.

Entonces se preguntó si el maldito retrato
estaba contagiado de la misma brujería que su corazón.

Cerró los ojos y su amor por él,
tal como su retrato,
seguía igual,
perfecto e igual.

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